El marketing predictivo se ocupa de predecir y anticiparse a los hábitos de consumo de un segmento meta, en base al relevamiento, análisis y cuantificación de los patrones que definen su perfil único de “consumer behavior”. Se trata de estar un paso adelante al momento de crear una oferta personalizada acorde a sus preferencias, deseos y necesidades.
¿Cómo se puede predecir el comportamiento de un consumidor, sabiendo que sus decisiones son irracionales? ¿Qué es la economía conductual? En este resumen del libro «Las trampas del deseo», de Dan Ariely, te lo contamos todo.
Para estudiar el comportamiento de los seres humanos, la economía tradicional ha asumido la presunción de que todos tomamos decisiones racionales, y que, en caso de equivocarnos, la experiencia impedirá que volvamos a hacerlo. Con este criterio, un individuo en el momento de tomar una decisión tendrá la capacidad de analizar la información necesaria, valorar las diferentes alternativas y seleccionar la opción más conveniente.
¿Pero por qué nuestras decisiones no son siempre lógicas y racionales, aunque creamos lo contrario?
Son muchos los estudios que desmienten esta teoría. Dan Ariely, en su libro “Las trampas del deseo”, sostiene que los humanos no sólo somos irracionales, sino más bien “predeciblemente irracionales”, ya que solemos repetir nuestros errores de forma sistemática y previsible.
Para probarlo, realizó varios experimentos que entremezclan la economía y la psicología, enmarcados en lo que se denomina “economía conductual”, una disciplina según la cual existe una brecha gigante entre el modelo ideal de comportamiento racional que plantea la economía estándar y el comportamiento real de los seres humanos en la vida cotidiana.
El autor define así 6 principios.
1- EL EFECTO SEÑUELO
Si ponemos un anzuelo en el agua y lo sujetamos a nuestra caña de pescar, seguramente algún pez incauto decidirá comerlo, pensando que se trata de algún alimento. Solemos pensar que ese detalle marca la diferencia entre el pez y nosotros, debido a que la racionalidad nos permite discernir las opciones buenas de las malas y evadir sin mayores problemas los señuelos que otros ponen para captar nuestra atención y atraparnos.
Sin embargo, los experimentos de Ariely han demostrado que, por el contrario, muchas veces creemos estar atrapando el mejor pez cuando en realidad somos nosotros los que mordemos el anzuelo. Y como si fuera poco, seguimos mordiendo el anzuelo una y otra vez deliberadamente, convencidos de haber tomado la decisión más inteligente. Si todavía tenés dudas de esto, mirá este video:
En una oportunidad, Ariely recibió un formato de suscripción anual a la revista The Economist donde le ofrecían tres opciones:
a. Acceso a todos los artículos online por 59 dólares.
b. Versión impresa por 125 dólares.
c. Acceso online y versión impresa por 125 dólares.
¿Cuál elegirías?
Ariely formuló esta pregunta a 100 estudiantes del MIT y encontró que 16 preferían la primera opción (a), mientras que 84 optaban por la tercera (c). Como (lógicamente) nadie había seleccionado la opción intermedia (b), decidió suprimirla y realizar de nuevo la pregunta a otros 100 estudiantes. Entonces sólo hubo 32 que eligieron la última opción, mientras que 68 se inclinaban por la primera. Esto quiere decir que ese pequeño señuelo de la opción b, (que a todas luces parecía absurdo), logró moldear las decisiones de un 52% de los consumidores.
Las personas no realizamos elecciones en términos absolutos, sino que decidimos una cosa en relación con las alternativas posibles.
Es sabido que los vinos de 200 pesos están para que elijamos los de 100. Si tenemos un restaurante, al incluir un plato muy caro en la carta seguramente lograremos que nadie lo pida, pero es muy factible que varios se decidan por el que le sigue en precio. Y si queremos promover la venta de un televisor Sony de 26 pulgadas a 4.850 pesos en una tienda, lo mejor que podemos hacer es ubicarlo entre uno más pequeño y más barato de marca Grundig y otro más grande y más caro de marca Samsung.
Tendemos a comparar las cosas y a tomar decisiones basados en el contexto en el que se nos presentan, pero además nos inclinamos por las comparaciones fáciles y evitamos aquellas que exigen un esfuerzo mayor.
Para comprobar esto, Ariely tomó fotografías de 60 jóvenes del MIT y pidió a otro grupo de estudiantes que las clasificaran por parejas del mismo sexo, basándose en el atractivo físico. Así, obtuvo 30 parejas de fotografías de estudiantes con una “belleza semejante”. Luego usó Photoshop para transformar levemente algunas de las imágenes y afear a algunos estudiantes. Finalmente, agrupó en una misma hoja tres fotografías:
a. La foto sin retoques de un estudiante.
b. La foto del mismo estudiante, pero afeado con retoques de Photoshop.
c. La foto de otro estudiante de una belleza similar.
Repartió 600 hojas con estas combinaciones de imágenes y pidió a cada estudiante que seleccionara con un círculo a la persona con la que preferiría salir.
¿Qué sucedió?
El 75% de los estudiantes eligió la versión “normal” de la persona que se encontraba repetida.
La conclusión es que cuando alguien se enfrenta a una decisión entre tres alternativas, y dos de ellas son muy semejantes, tenderá a inclinarse por la mejor de aquellas dos.
Con este mismo principio, si lo que pretendemos es vender un aparato novedoso y tenemos que competir con otros aparatos atractivos para los clientes, lo mejor es sacar una versión levemente desmejorada del producto que actuará como señuelo y dirigirá todas las miradas hacia el aparato original.
Todo es relativo, aunque no lo notemos.
2- EL EFECTO ANCLAJE
Detrás de la conocida frase “No hay una segunda oportunidad para causar una buena primera impresión” se esconde una verdad mayor de la que creemos.
La economía conductual se vale del término “ancla” para referirse al primer precio que el consumidor relaciona con un producto.
¿Y cuál es la incidencia de nuestras anclas en las decisiones que tomamos a diario?
Veamos este ejemplo:
Cuando Salvador Assael, a quien se conocía como el rey de las perlas, decidió invertir en las perlas negras de Tahití vio que nadie tenía interés en ellas: eran de un color gris plomo y su tamaño apenas alcanzaba el de un balín. Parecía que el dinero invertido estaba perdido, pero Assael decidió esperar un año a que mejorara la calidad, y entonces acudió a un amigo joyero de Nueva York para que exhibiera una de las piezas en su joyería de la Quinta Avenida, con una etiqueta que marcara un precio exorbitante. Al mismo tiempo, Assael publicó un anuncio en las principales revistas de moda, exhibiendo las perlas negras de Tahití entre los más refinados ejemplares de joyería. En poco tiempo, las perlas de Tahití se convirtieron en símbolo del glamour y Assael amasó una fortuna incalculable con ellas. La “primera impresión” ya se había producido: ahora nadie aceptaría comerciar con las perlas negras al precio que valían dos meses antes, cuando todos ignoraban su devaluada existencia.
Las primeras decisiones que tomamos, y las primeras impresiones que les dan origen, permanecen en nosotros como una impronta que determina nuestros comportamientos futuros.
Según el principio de “coherencia arbitraria”, una vez que establecemos mentalmente los precios iniciales de un objeto -aunque lo hagamos de forma totalmente arbitraria- el efecto anclaje no sólo opera para dicho objeto, sino que configura también nuestra disposición a pagar por otros artículos relacionados con este.
De la misma forma en que nuestra mente nos fija anclas hacia ciertos precios y estas determinan nuestras compras inmediatas y futuras, también con las decisiones que vamos tomando establecemos anclas y forjamos de esta forma nuestros hábitos. Cuando nos convencemos de que algo es bueno, quedamos aferrados a esa creencia, y si nuestras primeras decisiones no fueron del todo sabias, correremos el riesgo de seguir repitiendo decisiones erróneas sin darnos cuenta.
A la hora de posicionar un producto nuevo en un mercado de gran competencia, se abre la enorme dificultad de romper esas anclas que los potenciales clientes han establecido frente a alternativas semejantes.
Cuando Howard Shultz fundó Starbucks se enfrentó a este reto y logró que los consumidores soltaran las anclas que habían establecido con otros lugares y las echaran en su nuevo café. Para esto, se propuso crear una atmósfera particular que hiciera de Starbucks una experiencia diferente. Las primeras sucursales intentaban emular a las cafeterías europeas, ofreciéndole al cliente un aroma, una decoración y una variedad de cafés que resultaban novedosas para el mercado. A pesar de los altos precios de sus productos, los clientes no usaron los precios de Dunkin’ Donuts como ancla, asumiendo que se trataba de dos cosas diferentes.
3- EL EFECTO PLACEBO Y LAS EXPERIENCIAS
En ocasiones, nuestras impresiones previas nos nublan la capacidad de juicio y, lo que es más sorprendente, la actividad neuronal de nuestro cerebro se puede ver afectada por nuestras creencias.
Son varios los experimientos que demuestran que nuestra irracionalidad le abre la vía al efecto placebo, pudiendo curarnos con un medicamento por la sola confianza que depositamos en él. Pero además, también existe una relación inversa entre el precio de los medicamentos y su capacidad para activar el efecto placebo. Así, cuanto más costoso es un fármaco, más confianza tenemos en su efectividad y, por lo tanto, somos más susceptibles a experimentar sus beneficios.
Por ejemplo:
En el laboratorio de MIT, Ariely y sus colegas dispusieron un consultorio médico donde una representante de la industria farmacéutica Vel recibió a varios estudiantes y los invitó a leer un folleto sobre la Veladona. En él además de una descripción del fármaco “opiáceo”, el aval científico y su rápido efecto para aliviar el dolor, se informaba que cada dosis costaba 2,50 euros. Tras esto, los “pacientes” eran conectados a una máquina con electrodos y se les aplicaban pequeñas descargas eléctricas para medir la tolerancia de cada uno ante el dolor, mientras clasificaban la intensidad en cada ocasión. Terminada esta primera etapa, los estudiantes recibían una cápsula de Veladona, se les pedía que esperaran quince minutos hasta que surtiera efecto y se sometían de nuevo a la prueba eléctrica. Finalizado el experimento, procedieron a repetirlo con otros participantes, pero en esta segunda ocasión cambiaron el precio de la Veladona en los folletos, indicando que cada cápsula costaba 10 centavos, en vez de los 2,50 euros.
Los resultados probaron que, ante las mismas descargas eléctricas, la mayoría de los estudiantes que tomaron la Veladona más cara experimentaron un mayor alivio del dolor y una mayor tolerancia a las descargas, ¡sin saber que la Veladona era simplemente vitamina C! Por lo tanto, además de explicitar el efecto placebo, el experimento evidenció que el precio de un medicamento es capaz de modificar la experiencia cognitiva de quien lo toma.
Así como nuestra mente logra cambiar las secreciones hormonales o modificar el sistema inmunitario ante el estímulo de un placebo, nuestras predisposiciones tienen la capacidad de modificar la actividad neuronal hasta lograr, incluso, modificar nuestro sentido del gusto y hacer que algo nos guste más o menos según la expectativa que tengamos al consumirlo.
La prueba de la cerveza:
Ariely realizó otro experimento en uno de los bares del MIT, ofreciendo muestras gratis de dos cervezas: Budweiser y una segunda a la que llamaron “brebaje del MIT” (que era, en realidad, una Budweiser con dos gotas añadidas de vinagre balsámico). A los estudiantes se les daban a probar ambas y ellos elegían de cuál preferían recibir un vaso gratis.
Entre quienes ignoraban el contenido de las cervezas, la gran mayoría eligió el avinagrado brebaje del MIT, mientras que aquellos que sabían en qué consistía éste, a duras penas lo tomaban y siempre elegían la otra opción. Pero, y esto es lo más interesante del experimento, aquellos que se enteraban de la presencia del vinagre tras haber probado la cerveza de muestra, eligieron el brebaje del MIT en la misma proporción que aquellos que ignoraban su contenido por completo.
Emulando una antigua campaña publicitaria, algunos neurocientíficos realizaron un experimento para visualizar la actividad cerebral de los participantes en una cata de Coca-Cola y Pepsi. Para ello, utilizaron un aparato de resonancia magnética funcional (RMF) que les permitía determinar si la actividad del cerebro se modificaba cuando las personas sabían qué bebida estaban tomando. Lo extraño es que lograron determinar que cuando la persona sabía que la bebida que iba a tomar era Coca Cola, se activaban en ella los mecanismos cerebrales de orden superior, cosa que no ocurría en los demás casos. ¡La sola imagen de la marca, asimilada por el cerebro durante tantos años como sinónimo de placer, desataba actividades cerebrales tendientes a maximizar el disfrute de una Coca-Cola!
4- NORMAS SOCIALES Y EFECTO PRECIO-CERO
Vivimos en un mundo donde nuestras relaciones se rigen por normas sociales y comerciales alternativamente. Pero si mezclamos la lógica comercial en una relación regida por normas sociales, haremos que esta última se transforme o destruya totalmente.
Movernos en una relación social o comercial puede determinar nuestras decisiones y nuestros comportamientos de manera casi inconsciente.
Ariely realizó un experimento para demostrar esto, sentando a los participantes frente a una computadora donde aparecían un círculo y un cuadrado. La tarea consistía en arrastrar el círculo con el mouse para introducirlo en el cuadrado. Al hacerlo, aparecía un nuevo círculo en la posición original y los participantes debían arrastrar hasta adentro del cuadrado el mayor número de círculos posible en un periodo de cinco minutos.
A un grupo se les ofreció 5 dólares por participar; a otro, 50 centavos; y al tercer grupo se les pidió sólo como un favor personal. La idea era comprobar las diferencias de desempeño de cada grupo en función del pago y del tipo de relación: comercial en los dos primeros grupos y social en el tercero.
¿Y el resultado? Los participantes del primer grupo (quienes habían recibido 5 dólares) arrastraron un promedio de 159 círculos; los del segundo grupo (que recibieron 50 centavos) hicieron lo propio con un promedio de 101; y por último, aquellos que no recibieron ninguna remuneración (quienes participaron sólo como un favor personal), ¡arrastraron una media de 168 círculos!
Primera conclusión: en una relación comercial, ofrecer una buena remuneración aumenta la productividad. Pero en una relación social, el sólo hecho de ayudar resulta ser más estimulante que una recompensa económica.
En el siguiente paso del experimento, se suprimió la recompensa económica. En su lugar, a los miembros del primer grupo se les regaló un chocolate Godiva, a los del segundo grupo un Snicker y finalmente, a los del tercer grupo se les volvió a solicitar la tarea como un favor. En este caso, el desempeño fue mucho más homogéneo: los que recibieron un Godiva de regalo arrastraron una media de 169 círculos, los que recibieron un Snicker 162 y los que lo hicieron como favor arrastraron 168 círculos.
Segunda conclusión: al haber un regalo de por medio, la relación pasa a regirse por las normas sociales, y la calidad de este no influye en el resultado final.
Finalmente, se repitió el ejercicio con una mínima variante. Al entregar los chocolates, a cada grupo se le aclaró que se trataba de “una caja de chocolates Godiva valorada en 5 dólares” o “una barrita Snicker valorada en 50 centavos” respectivamente. Esta sola alusión al valor comercial del objeto trasladó las relaciones al plano de lo mercantil, y el trabajo de los participantes fue muy similar al que exhibieron en la primera prueba, cuando se les pagó en metálico.
Tercera conclusión: las personas están dispuestas a trabajar gratis o por una remuneración razonable, pero ante un pago menor bajará su rendimiento. A veces, el dinero puede ser la forma más costosa de motivar a las personas. Las normas sociales no sólo resultan más baratas, sino que muchas veces se muestran más efectivas, porque despiertan una motivación de largo alcance que permite la construcción de relaciones estables y duraderas.
Esta misma “gratuidad” que puede ubicar a las personas en el plano de las normas sociales tiene también otras propiedades bastante particulares.
El “efecto precio-cero”:
Para comprobar la irracionalidad de nuestra lógica de consumo, se puso un puesto de chocolates en un gran edificio público para vender dos productos diferentes: unos Kisses de Hersheys, los típicos chocolates locales, y unas trufas de Lindt, chocolates importados de muy alta calidad.
En una primara etapa del experimento, se ofrecieron ambos chocolates a precios irrisorios: trufas a 15 centavos y Kisses a 1 centavo. La única condición era que sólo se vendía una pieza de chocolate por cliente. Resultado: el 27% de las personas escogió los Kisses, mientras que el 73% optó por los Lindt, que aunque fueran un poco más costosos, seguían siendo muy baratos.
En una segunda etapa, se rebajaron un centavo ambas opciones: los Lindt se ofrecían a 14 centavos y los Kisses de forma gratuita. (Para eliminar algunos factores que podían alterar la decisión, como el hecho de tener que buscar una moneda para pagar las trufas, pero no para recibir los Kisses, el ejercicio fue realizado en algunas cafeterías del MIT en el momento en que los estudiantes iban a pagar una compra que hubieran hecho).
Los resultados fueron increíbles: aunque la reducción en el precio había sido la misma para los dos chocolates (1 centavo en ambos casos), el “efecto gratis” o “precio-cero” se hizo evidente: el 69% de los clientes, a diferencia del 27% anterior, eligió los chocolates Kisses gratis.
¡El sólo hecho de saber que algo era gratis impidió considerar las demás alternativas!
Una experiencia de mercado real del efecto precio-cero es la de Amazon en Francia. Para incentivar las compra, la compañía empezó ofreciendo unos gastos de envío irrisorios (sólo de 15 centavos de euro). Sin embargo, y a diferencia de otros países donde Amazon ofrecía el envío gratuito para compras superiores a un cierto valor, en Francia las ventas no estaban alcanzando el nivel deseado. Por esta razón, la se decidió eliminar por completo la tasa de envíos e inmediatamente las ventas se dispararon.
La diferencia entre dos centavos y un centavo es mínima, pero la diferencia entre un centavo y ninguno es infinita. Incluso es capaz de marcar el paso de una relación social a una comercial, con el consiguiente cambio de comportamiento.
5- LAS EMOCIONES Y LA DESIDIA
¿Cuántas veces nos proponemos seguir una dieta, ahorrar o ir al gimnasio, y al cabo de unos días terminamos sucumbiendo a un postre, comprando algo que no necesitamos o pasando las tardes viendo una serie de TV?
Tenemos una tendencia natural a fijarnos metas admirable, pero también acá vamos mostrando indicios de nuestra irracionalidad, cuando terminamos renunciando a nuestros objetivos a largo plazo por una gratificación inmediata y menor, como lo demuestra el siguiente experimento:
Una de las manifestaciones más palpables de esta debilidad humana es aquella que podríamos llamar el “efecto Axe” (parodiando la campaña publicitaria del desodorante). La metáfora del efecto Axe consiste en que, al caer presas de la pasión, nuestras emociones pueden desdibujarnos la frontera entre lo correcto y lo incorrecto, llevándonos a tomar decisiones que no tomaríamos sin estar bajo su influencia.
Para conocer mejor este efecto de nuestra irracionalidad, al que se le atribuyen en gran medida problemas como el embarazo en adolescentes o la difusión del sida, Ariely contrató a 25 estudiantes varones y heterosexuales de Berkeley para una prueba bastante particular. La tarea consistía en llevar una laptop a su habitación y responder algunas preguntas relacionadas con sus preferencias sexuales, con la posibilidad de caer en comportamientos inmorales y de incurrir en actos de sexo no seguro. Los entrevistados debían responder las preguntas en estado “frío” y racional, pero suponiendo que estaban sexualmente excitados. Pocos días después, a los mismos participantes se les pidió que repitieran la prueba, pero en esta ocasión se les entregaron imágenes eróticas y se les solicitó que respondieran el cuestionario mientras se masturbaban, en el momento de mayor excitación sexual.
El experimento puso de manifiesto que las personas respondían de forma muy diferente si se encontraban en estado de excitación.
La tendencia a realizar actividades sexuales poco comunes, como tener sexo con una mujer mayor de 50 años, con una mujer a la que odiaran o involucrando animales en el acto aumentó en un 72%. La tendencia a incurrir en actividades inmorales, como forzar a la chica con la que ha salido, alentarla a beber o mentirle y declararle un falso amor solo para tener sexo con ella, aumentó en un sorprendente 136%. Por último, la tendencia a usar preservativo disminuía en un 25% cuando los participantes se encontraban excitados.
Pero no hay que estar poseído por la excitación sexual para tomar decisiones irracionales. De hecho, son muchas las emociones que parecen capaces de impedirnos nuestras propias metas.
Un caso particular que es el de la desidia: ese defecto tan común que nos lleva a incumplir con nuestras obligaciones académicas o laborales y que parece tener sus raíces en un problema similar al anterior. Para esto, el profesor les anunció que para la nota de ese semestre tendrían que presentar tres trabajos y dividió a sus estudiantes en grupos diferentes:
a. A los estudiantes del primer grupo se les dio la libertad de elegir las fechas de entrega de cada trabajo, pero debían fijarlas de antemano. A su vez, se les advirtió que cada día de atraso en la entrega a partir de la fecha prometida, reduciría una décima la nota.
b. A los estudiantes del segundo grupo se les dio libertad absoluta para entregar los trabajos cuando quisieran.
c. Y a los del tercer grupo se les fijaron arbitrariamente las tres fechas de entrega.
Al final del semestre, cuando evaluaba las calificaciones de sus tres grupos, Ariely constató que el mayor promedio de notas se dio, justamente, en el último grupo, mientras que los estudiantes del segundo grupo, y quienes habían tenido libertad absoluta para elegir las fechas de entrega, ¡habían obtenido las peores calificaciones! Además, en el primer grupo, quienes espaciaron bien las fechas de entrega de los diferentes trabajos consiguieron mejores notas que los demás integrantes del grupo. Este ejercicio permitió constatar al autor no sólo la presencia generalizada de la desidia, sino también dos formas de combatirla: a) la imposición externa y b) la posibilidad de contar con una herramienta que permita fijarnos compromisos alcanzables.
En este segundo punto es donde podríamos ubicar las tarjetas de crédito auto-controladas o los planes de telefonía móvil pre-pagos, por ejemplo.
6- FETICHISMO Y EFECTO IKEA
Nuestra irracionalidad también se manifiesta en la tendencia a sobrevalorar nuestras pertenencias, o en nuestra manera de aferrarnos a ellas.
En la Universidad de Duke, el furor que causa el básquet lleva a los estudiantes a acampar con varios días de anticipación frente a las boleterías para conseguir sus entradas durante los partidos de temporada. Pero la situación cuando llegan los títulos nacionales, la situación se vuelve todavía más absurda: el proceso de venta de entradas tiene una serie de filtros adicionales que hacen mucho más difícil su adquisición, y terminan con un grupo de candidatos entre los cuales se sortean los billetes.
Ariely contactó a quienes habían pasado el proceso de adquisición de sus entradas para negociar un precio por las mismas y lo que descubrió fue que, quienes se habían ganado las entradas en el sorteo final, pedían un promedio de 2.400 dólares por cada una; mientras que, quienes habían pasado por el difícil proceso de compra y no habían ganado el sorteo, sólo estaban dispuestos a pagar unos 170 dólares para conseguirlas. ¡Los estudiantes se aferraban a las entradas conseguidas como un premio único y le daban un valor muy superior al que cualquiera estaría dispuesto a pagar!
Cuanto más difícil sea el proceso de conseguir un objeto, mayor será nuestro apego. A esto es a lo que Ariely llamó el “efecto Ikea”, explicando que “el orgullo de la propiedad es inversamente proporcional a la facilidad con que uno ha montado el mueble”.
Algo que resulta igualmente exótico e interesante es nuestra capacidad para enamorarnos de las cosas pensando que son nuestras, incluso antes de que lo sean. En esta idea de “propiedad virtual” radica el origen mismo de la publicidad, y su lógica se ve plasmada, por ejemplo, en las subastas online: cuando ponemos el precio más alto en una puja y transcurren horas o hasta días sin que nadie nos supere, empezamos a fantasear con el objeto y a desarrollar un sentido de apego hacia éste. Así, si en los últimos instantes de la subasta algún entrometido realiza una puja mayor, terminamos fácilmente ofreciendo un precio más alto al que hubiéramos ofrecido inicialmente, sólo para evitar que otro nos quite “lo que es nuestro”.
Este fetichismo hacia los objetos que nos pertenecen no encaja muy bien en los presupuestos de la teoría económica estándar, y sin embargo es el que le da sustento a fenómenos tan difundidos y tan lucrativos como el de ofrecer períodos de prueba para un producto o extender garantías de devolución en un plazo máximo sin tener que dar explicaciones.
CONCLUSIÓN
Quizás la frase que mejor resuma las ideas de Ariely en “Las trampas del deseo” sea aquella que dice: “¡Qué extraños (aunque previsibles) somos los humanos!”.
Lejos del comportamiento ideal que proyecta la teoría económica estándar, todos incurrimos continuamente en las más insólitas formas de irracionalidad. Lo sorprendente, en todo caso, es que esas irracionalidades son tan reiteradas y se encuentran tan difundidas entre las personas, que es posible detectarlas e, incluso, predecirlas. Con más frecuencia de lo que creemos, nos enfrentamos a ilusiones o fantasías que afectan nuestras decisiones, alejándonos del marco de racionalidad en el que pensamos estar.
Los experimentos que recoge este libro nos permiten evidenciar la influencia de múltiples fuerzas ocultas en nuestra toma de decisiones cotidiana, además de desmentir conceptos ampliamente aceptados como el hecho de que los precios de un producto surjan del justo equilibrio entre las fuerzas independientes de la oferta y la demanda.
Estudiar los comportamientos reales de las personas en la vida diaria nos permite conocer las fuerzas que nos llevan a equivocarnos, y los estudios de Ariely en este libro ofrecen una primera clasificación de los errores más predecibles de nuestra forma de pensar y actuar.
La evidente irracionalidad de nuestras decisiones nos exige tener en cuenta estos mecanismos que determinan nuestros comportamientos, antes de diseñar estrategias de mercado viables y eficientes.
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Alan Pérez – Redactor en NSB Agency
Fuentes: slideshare.net / Libro Las Trampas del Deseo – Dan Ariely