Autor: Enrique Gil Ibarra
– ¡Mirá, mamá, como el que vemos por televisión!
– Si, querida, es el Obelisco.
– ¡Ah! ¿Era de veras?
Mito o realidad, los chicos country son un nuevo segmento del consumo argentino.
¿Otro mundo? No, en realidad, no. Es simplemente otra concepción del mundo. Un mundo en el que no existe lo feo, en el que las imágenes que se ven en los noticieros pertenecen a “otro lugar” como en la “Darwinia” de Robert Wilson*. Porque ese sitio de “afuera” es un lugar desequilibrado, que uno no conoce ni tiene el menor apuro por conocer, pues vive en un microsistema donde existe el cine “para gente como uno”, los bares y confiterías “a los que se puede ir”, y donde los amigos son “personas con las que se puede hablar”.
Un mundo políticamente incorrecto, que enmascara esa incorrección bajo un supuesto retorno a la vida sana y natural, pese a que el tiempo está demostrando que ni es tan sana, ni tan natural. De hecho, una vida que está transformando a un importante sector de jóvenes argentinos en “adolescentes virtuales”, que no se animan a trasponer las paredes artificiales de ese enorme y hermético frasco de vidrio, pasto y “ladrillo a la vista”, que sus padres construyeron para ellos: el country.
Un verdadero “barrio cerrado” a la vida normal. Porque muchos de sus jóvenes habitantes están mostrando dificultades serias para adecuarse a lo que la realidad exige de ellos cuando salen de su encierro: competitividad, independencia, autonomía de criterios, todos esos índices que demuestran que un adolescente se convierte en adulto, son algunas de las carencias que sufren los muchachos y chicas que han pasado su infancia en esos reductos con guardias en las puertas, creados hace algunos años por sus padres, con la excusa de un lugar tranquilo y relajado al cual volver luego de una agotadora jornada de trabajo, pero que en realidad escondían –verdad proclamada a gritos- la necesidad de desvincularse de ese otro país, feo, pobre y violento que los aterrorizaba.
La asepsia no garantiza inmunidad
La socióloga que realizó un estudio sobre esta primera generación de “chicos country”, Cecilia Arizaga*, afirma que para los padres que decidieron autoexcluirse del entorno real, el country representaba –y representa- la seguridad y la certeza “en un mundo de incertidumbres”.
Pero para los jóvenes que se convierten en adultos no parece ser así: “en el joven universitario próximo a recibirse, vivir en el country no parece ser garantía de éxito, si por esto se entiende acceso a la modernidad y posibilidades de ascenso social. Si en los adultos la figura de ‘burbuja’ se mezcla entre asociaciones positivas y negativas, en los adolescentes y jóvenes resulta un factor decididamente conflictivo”.
Aparentemente los problemas recién comienzan a notarse ahora, porque las primeras generaciones de chicos “virtualizados” han crecido. Los conflictos no se visualizan en los niños menores, porque aún no tienen la necesidad de interactuar con el mundo exterior. Normalmente, van a un colegio privado, en el que todos sus compañeritos viven en barrios cerrados similares, y lógicamente dependen de sus padres para toda actividad externa, como visitar parientes o ir de “shopping”. El ejemplo más concreto parece ser Pilar, a 50 kilómetros de la Capital Federal, donde se ha creado a lo largo de los años un “mini mundo” autoabastecido, que permite a las familias residentes en los countries desarrollar toda una gama de actividades deportivas, culturales y sociales sin necesidad de relacionarse con el “exterior”.
“Este lugar que, por otro lado, tiene una estética muy infantilizada, muy escenográfica, que va cambiando de acuerdo con la película del sello Disney del momento, es una visión muy de ensoñación. Para los chicos de nivel primario tiene un “gancho” muy importante. Hablan mucho sobre este lugar”. Con los mayores, la situación cambia. Para un adolescente, la imposibilidad de acceder a un simple kiosco para adquirir un refresco o una golosina “si no lo lleva papá en el auto”, es sin duda una limitación de autonomía grave. Ni que hablar de llegar a la Universidad y manejarse solo en una ciudad como Buenos Aires, sin haber conocido previamente ni siquiera la vida normal de una ciudad pequeña o por lo menos de un pueblo del interior. “Uno de los adolescentes dice que la noche anterior no había podido estudiar para un examen porque no pudo sacar unas fotocopias porque su mamá había llegado tarde a la casa y no podía ir solo”.
La gran idea
Los countries aparecieron en la vida nacional en nuestra infausta década del ’90, como un nuevo producto de la globalización, que relegó la moralidad y la solidaridad social a un rincón del desván de la inconsciencia.
“Vendidos” a la opinión pública como una ideal forma de retorno a la vida sana y simple “del campo”, en verdad constituyeron el refugio de sector de la sociedad que, aterrado por la violencia imperante en la Capital Federal y el conurbano bonaerense, decidió aislarse y, simplemente, dejarla “afuera”.
Así se crearon en las distintas localidades del Gran Buenos Aires verdaderos vergeles. Recordemos que la palabra “country”, en inglés, significa “país”. Fueron verdaderos países aparte, separados por paredones altísimos, con garitas repletas de guardias, rodeados por basurales y villas miseria.
De ellos, los automóviles 0 Km., indiferentes al paupérrimo panorama cercano, salen con sus dueños todas las mañanas a cumplir con la rutina de competir salvajemente y sin piedad afuera, para mantener adentro la bucólica ilusión de paz y armonía espiritual.
Pero aún así, crítica ideológica mediante, se podría afirmar que, después de todo, priorizar la familia es correcto, y que cada uno hace lo que puede. Pero ¿es real esa paz y armonía? Tal vez si, en los primeros countries. Esos que se construyeron de verdad para la gente de dinero, cuya “conciencia social” nunca tuvo relación con sus cuentas bancarias. Pero luego de la primer “hornada”, el marketing globalizador amplió el negocio a los no tan pudientes, y las casas de dos plantas comenzaron insensiblemente a arrimarse unas a otras, a medida que el tamaño de los lotes se reducía. Separadas hoy por escasos diez metros, cercadito mediante, los afortunados ocupantes de esos remansos de paz comparten el aroma de su asado con las pastas “a la bolognesa” de su vecino, y las felices amas de casa se saludan quince veces por día por sobre la ligustrina, “que no puede medir más de un metro de alto, porque el reglamento no lo permite”, mientras los hombres proveedores de tamaño bienestar analizan sesudamente cómo “hacer entrar” en ese cuadrado de jardín la piscina proyectada sin que “afecte la coherencia edilicia” del condominio.
Lo hacemos por vos
Nadie puede dudar de ello. Es absolutamente cierto que todos los padres que en su momento decidieron trasladarse al country pensaron en el bienestar futuro de sus hijos.
“Los hijos aparecen en el discurso de sus padres como los principales motores y herederos de la decisión tomada –dice Arizaga- Sin embargo, en los hijos se ven muchas tensiones en relación con ese discurso. Es muy interesante. No porque los chicos no acepten un montón de ventajas que ven en vivir en una organización cerrada, sino porque ven más claramente las tensiones a medida que ven que se acercan a cierto techo de cristal”.
Lo que aparentemente esos padres no lograron comprender entonces es que, así como ellos se auto-excluían voluntariamente de una realidad que les resultaba –por buenos motivos, hay que reconocerlo-, difícil de sobrellevar, sus hijos estaban siendo forzadamente amputados de esa realidad con la que, más pronto o más tarde, deberían convivir obligatoriamente, sin contar con la preparación (conocimiento) previa que sus progenitores poseían.
De acuerdo a la socióloga Arizaga, los mismos chicos mencionan como una falencia “la falta de competencia para moverse en círculos sociales más amplios. Ellos lo notan. Es el grupo que personalmente más habla de que se siente afectado con el tema del encapsulamiento”.
El “ghetto” desde adentro
Lo que inicialmente fue una no tan tácita discriminación hacia “los de afuera” de los countries, que no podían, por razones económicas, acceder al refugio seguro que tan codiciable parecía, se ha revertido con el transcurso de los años. Hoy, son los “chicos country” los que se sienten discriminados. Ocurre que en ese “afuera” el tiempo (que no transcurre, diría Borges), permitió la ocurrencia de cambios profundos en la sociedad. Uno de esos cambios fue la pérdida por parte de los menos privilegiados del “sentimiento de culpa por ser pobre”. Una vergüenza absurda, insuflada también durante los ’90, que implicaba que no lograr el “triunfo económico” significaba estupidez, incapacidad o indolencia. Los años pasaron, y la realidad demostró que esa fue solamente una más de las múltiples mentiras de la globalización: no se era pobre por ser estúpido o vago, sino porque el sistema requería excluidos para poder funcionar correctamente.
Cuando esa verdad desplazó la “culpa”, los hasta ese entonces “marginales”, luego “desocupados”, redescubrieron el orgullo y por consiguiente el rencor. Un rencor que hoy siente en carne propia la joven generación:
“Me llamó la atención –dice Arizaga- que los adolescentes se sienten discriminados respecto de “los otros”. Los otros son la clase media del pueblo de Pilar, que no es móvil ascendente, que la ven hasta quedada y dicen que no asume los progresos que se han dado en la zona. Dicen que ante los adolescentes de ahí prefieren no decir que son de urbanizaciones privadas porque está el prejuicio de que como son del country se creen más, son “más chetos”. Esta situación marca la percepción de nuevas desigualdades, esta idea que apareció con mucha fuerza en los ’90 de un quiebre dentro de los sectores medios, que tiene que ver con el acceso a ciertos bienes asociados a nuevas maneras del buen vivir”.
Y por supuesto que los chicos no se creen más. Ellos también, aunque a través de la televisión, se adecuan a los nuevos tiempos ideológicos. Por eso viven la discriminación como injusta. Lo que pasa es que son más. Son más ricos, son más lindos, se visten mejor, hablan diferente.
“No hablaría de un ghetto -suaviza Arizaga-, sí es un sistema de socialización de círculos muchísimo más estrechos de los que pueden darse en la ciudad. Obviamente eso repercute cuando después tienen que moverse en ambientes más diversificados. Más que la figura del ghetto usaría una figura que se usa mucho desde la geografía y describe un sistema de islas o de archipiélagos conectados entre sí y con los lugares de servicios y de esparcimiento, y con la ciudad”.
En realidad, Cecilia Arizaga tiene razón al resistirse a la palabra “ghetto”. Según el diccionario de la Real Academia Española, “gueto” (del italiano ghetto) es el “barrio o suburbio en que viven personas marginadas por el resto de la sociedad”. Por lo tanto, lo que en realidad se produciría en este caso es una inversión de la definición.
Lo cierto es que, cuando una sociedad impone el “ghetto” a un sector, lo hace porque lo considera diferente, distinto, inaceptable, y esto responde siempre a un injusto prejuicio racial, religioso o cultural. Cuando un sector de la comunidad se auto-impone el “ghetto” no hay prejuicio. Ese sector elige ser distinto, en cierta medida se enorgullece de serlo e, inevitablemente, sufrirá las consecuencias de su elección.
¿De qué voy a trabajar?
Una pregunta que los “chicos-country” se plantean tarde. Mientras la mayor parte de los adolescentes que habitan en viviendas comunes comienzan a interrogarse sobre el tema alrededor de los 17 ó 18 años, concientes de que la respuesta no augura un camino fácil, los “privilegiados” del country –según el estudio- se preocupan por ello en los finales de la etapa universitaria. Curiosamente, su principal queja no es la falta de oportunidades laborales: “Piensan –comenta Arizaga- que si vivieran en la ciudad les resultaría más fácil presentar su CV para conseguir trabajo. Por la distancia y porque no están en contacto con los lugares donde podrían conseguir empleo, no lo hacen hasta que terminan la carrera universitaria”.
Los cuestionamientos llegan, entonces, cuando aparece como inevitable la necesidad de confrontar ese mundo ideal en el que han vivido con el mundo real que los espera. Profesionales, preparados sin duda intelectualmente para integrarse al ámbito laboral, sufren evidentemente un duro choque emocional al descubrir que ese “otro” mundo no los está esperando con los brazos abiertos: “en los chicos hay un mayor cuestionamiento a medida que van creciendo. Este cuestionamiento no significa que se quieran ir de la urbanización cerrada o que ninguno de ellos cuando tengan su familia elija vivir allí. Pero hay mayores tensiones con respecto al discurso idealizado. Se apartan más del discurso que los medios y las publicidades de las urbanizaciones cerradas traen sobre la vida natural y al aire libre. Lo que aparece es una mirada más cuestionadora. Probablemente porque sienten en carne propia, a medida que van creciendo, esta necesidad de abrirse al mundo que está en cualquier adolescente, pero en un contexto como éste se vuelve más fuerte y cobra otras dimensiones”.
Sin autonomía ¿hay crecimiento?
“A los del country les falta fundamentalmente autonomía de movimiento y percepción de autonomía. A pesar de que cuentan cómo circulan, se sienten sedentarios y en el único momento en que se sienten móviles es cuando vienen los fines de semana a la ciudad: dicen que caminan, reconstruyen la figura del peatón que está totalmente anulada donde viven”.
Sin duda es prematuro atreverse a afirmar, tan sólo en base a este estudio realizado por la socióloga Cecilia Arizaga, que los barrios cerrados son totalmente negativos para la correcta formación de los adolescentes argentinos. De hecho, recordemos que el “fenómeno country”, lejos de ser un invento nacional, se popularizó en muchos países del mundo en la década del ’90.
“Este proceso de suburbanizaciones de sectores medios urbanos con distintos tipos de modalidades de encerramiento no es privativo de la Argentina ni de Buenos Aires: es un fenómeno a escala mundial, de las grandes ciudades. Viéndolo en este contexto, se puede pensar como una tendencia que tal vez no tenga el crecimiento que tuvo en los ’90, pero que seguirá su curso. Pero también hay que tener en cuenta las particularidades de la sociedad porteña, para la que la ciudad cumple todavía un rol estratégico. Las clases medias han tenido un vínculo muy identitario con el centro. El despegue de la Capital es problemático por una cuestión práctica, porque los empleos siguen estando en Buenos Aires, a pesar de que a mediados de los ’90 parecía que se iban a trasladar todas las oficinas a los suburbios. Y también es problemático por las condiciones de circulación: si bien hay autopistas y se ha modernizado más esa red reticular de circulación, todavía los trayectos entre la ciudad de Buenos Aires y los suburbios son extensos. Los inversionistas comentan que las ventas en las urbanizaciones cerradas con acceso más cercano a una autopista se están recuperando, pero aquellos lugares con un acceso más alejado a las autopistas tienen más dificultades, por un lado, por el aumento de la percepción de inseguridad y, por otro, la distancia se vuelve aún más complicada”.
Lo real es que hoy, en los albores de este nuevo siglo, comienzan a observarse los primeros resultados y, a primera vista, no parecen prometedores.
Resulta egoísta, pero sin duda afortunado, que la moda del “barrio cerrado” no haya cundido, todavía, en los pueblos y ciudades pequeñas del interior. Y paradójico que, sin evaluar las consecuencias, algunos de los habitantes de estos pueblos y ciudades pequeñas dediquen buena parte de su tiempo a suspirar por lo que consideran “progreso”, “desarrollo” y “buen vivir” en las grandes megalópolis, sin comprender que las diferencias que –a Dios gracias- se mantienen aún, son precisamente las que les han permitido crecer y vivir felices.
* Darwinia (1974 – Robert Wilson). Su novela más famosa y su primera obra publicada en castellano. En 1912, Europa desaparece a los ojos del mundo y en su lugar, compartiendo el mismo espacio geográfico y geológico, hay un nuevo continente cuya flora y fauna son tan alienígenas y exóticas como el Marte de Edgard Rice Burroughs. La primera parte del libro es, hasta cierto punto, una novela de descubrimiento: descubrimiento y exploración de esta nueva tierra surgida de repente y descubrimiento de que las cosas no son lo que parecen, que quizá el mundo entero no sea para nada lo que uno cree.
* Cecilia Arizaga es becaria del CONICET, docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires. Su estudio sobre los adolescentes del country fue su tesis de maestría en Ciencias sociales.