Fuente: EL CRONISTA (excelente artículo!)
“El dinero no da la felicidad pero procura una sensación tan parecida que se necesita un especialista para verificar la diferencia”, dijo alguna vez Woody Allen. La cuestión es tan antigua como el dinero mismo. Y tan polémica como misteriosa es la fórmula para ser felices. Quizás por eso muchos prefirieron zanjar la discusión con el argumento irrefutable del humor. “La felicidad, hijo mío, está hecha de pequeños cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna”, bromeaba Groucho Marx.
La pregunta por la felicidad no tiene tiempo. Es ese anhelo sin nombre que todo lo abarca. Pero buscamos la felicidad como los borrachos que buscan su casa sabiendo que tienen una. Y en ese laberinto, el dinero muchas veces puede aparecer como el mapa para el desorientado o, incluso, la trampa para el perezoso.
En eso la ciencia ha venido a aportar algunas pruebas más bien antipáticas. Porque guste o no reconocerlo, parece ser que el dinero sí altera nuestras percepciones y moldea nuestras experiencias. Un estudio publicado en 2008 en el “Proceedings of the National Academy of Sciences”, midió el nivel de actividad cerebral mientras una serie de personas bebía vino.
Las regiones del cerebro ligadas al registro del placer se mostraron mucho más activas cuando el vino era identificado como caro. Para el grupo expuesto al producto presentado como barato, la experiencia fue mucho menos placentera. El remate para los incrédulos es que, en realidad, en ambos casos se trataba exactamente de la misma botella. Dinero y disfrute, después de todo, sí parecen tener algún parentesco.
Claro que nadie propone embarcarse en una carrera materialista que lo deje a uno en la meta tan desgraciado como en la largada. Uno de los estudios más recientes, publicado este año por profesores de la Universidad de Rochester en “The Journal of Research in Personality”, mostró que las personas excesivamente enfocadas en “metas extrínsecas” (fama, fortuna, imagen) no reportan -aún cuando hayan alcanzado sus objetivos- un mayor nivel de plenitud.
Uno de los problemas básicos de esta clase de aspiraciones, explican, es que invita a la comparación social. Una investigación entre 7.000 personas en más de 300 ciudades comprobó que cuanto más gana el miembro más rico de una comunidad y cuantos más integrantes tienen un ingreso más alto, menos satisfecha con su vida tiende a sentirse una persona. La prosperidad, según parece, trae felicidad siempre y cuando no palidezca frente a la del vecino.
Ahora bien, supongamos que uno concede que después de todo el dinero sí ayuda. O potencia, o facilita, o encubre incluso, si se quiere. La pregunta sería entonces: ¿cómo gastar mi dinero de manera tal que me reporte la mayor felicidad posible?
Ese fue precisamente el punto de partida del estudio “To Do or To Have? That is the question”, publicado en el “Journal of Personality and Social Psychology”. Si tiene u$s 100 para gastar en felicidad, ¿cuál es la manera más inteligente de usarlos?
La respuesta: gaste en experiencias. Mejor darse el gusto de ese recital del grupo que adora desde los ochenta que el teléfono que lo tiene obsesionado como a un chico (claro que si puede darse ambos gustos, digo yo, ése es siempre el resultado óptimo). Los responsables del estudio hallaron que varias semanas después de la adquisición, las compras ligadas a experiencias reportaban a los sujetos un nivel de felicidad mucho mayor al ser recordadas que los bienes materiales. El experimento incluso demostró que la gente tiende a evocarlas mucho más. Ocurre que las vivencias son inversiones de largo plazo.
De hecho, uno de los hallazgos más contundentes del “happiness research” de los últimos tiempos es nuestra brutal capacidad para adaptarnos en forma extremadamente rápida a los avances materiales (un aumento de sueldo, un nuevo auto, un nuevo teléfono) de modo que se requieren constantes actualizaciones para mantener los mismos niveles de felicidad.
Con las experiencias, aún cuando puedan parecer demasiado efímeras, pasa lo contrario: tienden a mejorar con el tiempo. Esto se debe en gran medida a que están sujetas a reinterpretaciones positivas (nada más maleable que la memoria) y a que constituyen una parte central de nuestra identidad.
Quizás usted piense que no necesitaba que un par de profesores hiciera un estudio de laboratorio para saberlo. Pero ahora tiene la evidencia científica. Hacer cosas es mejor que tener cosas. Después si el dinero no lo hace feliz, no se queje.